Marta tiene alrededor de diecisiete años. O los tenía cuando cruzó al otro lado del espejo, al de la eternidad vacía, indolora, irreversible.
El espejo ante el que ahora recuerda los últimos meses de su vida no le devuelve su imagen. Solo recuerdos. Pero también sensaciones.
El alivio de no tener, por ejemplo, que oír el llanto de su madre, o los ecos de la sorda desesperación de su padre. La sensación de liberación que le produce no verse obligada a simular que come, o peor aún, comer realmente algo para satisfacer a su familia…
En un monólogo teatral que se lee como un relato, Marta se habla a sí misma con la franqueza y crudeza propia de su condición, limando mediante la ironía las aristas de unos recuerdos que, irremediablemente, la conducirán a la añoranza de aquella Marta que un día dejó de ser.