Pocas novelas existen en nuestras letras tan encantadoras como esta obra de madurez que los hermanos Cuevas escribieran allá por los años cincuenta del pasado siglo. Vemos en ella un Jerez mítico, el de finales del siglo XIX, donde el mundo de las bodegas y las vides marcaba el ritmo laboral y social, donde de día se trabajaba con los botos calados bajo el sol inmisericorde y de noche se bailaba el vals, retratado en un momento —de ahí también el valor testimonial— en el que los viejos usos estaban desapareciendo para siempre. Desde el chicuco montañés, hasta el primer propietario de las mejores bodegas, el desfile de tipos nos da idea de unas relaciones de respeto y afecto que hoy apenas concebiríamos si no las hubiesen recreado tan oportunamente nuestros autores. Y no es sólo el conocimiento profundo que los hermanos Cuevas tienen del mundo del vino de Jerez (las tierras y variedades de uva, las herramientas de la bodega, las soleras, las añadas, los gustos y sabores del vino), a ese escenario se le une además la capacidad literaria y fabuladora sobre un buen puñado de personajes que recorren estas páginas entre inocentes intrigas amorosas, odios y enfrentamientos apasionados que el tiempo cura, muertes que desembocan en milagros de vida y el pundonor de unos hombres que amaban su trabajo y el producto maravilloso que de él salía. Lo dice uno de los personajes: «Cuando el vino de Jerez nace, milagritos hace». Y podemos decir que esta Bodega entrañable es uno más de sus milagros.