Los «modos de vida» afectan por completo nuestra existencia y, sin embargo, están fuera de nuestro control. He aquí la paradoja: nosotros, individuos considerados libres y democráticos, somos prisioneros de los modos de vida. Nos imponen, en efecto, unas expectativas de comportamiento duraderas (tener trabajo, ser consumidores, integrarnos en el mundo tecnológico, en el mundo administrativo, en el mundo económico…) a las cuales debemos adaptarnos de forma global. Esta paradoja democrática viene reforzada por una paradoja «ética»: en un momento en el que asistimos a una auténtica inflación ética por la multiplicación de comités, normativas, consejos, reglas, etiquetas éticas de todo tipo, destinadas todas a proteger el cumplimiento de los derechos individuales, los modos de vida, cada vez más exigentes, extienden más que nunca su influencia sobre los individuos. Esto quiere decir que todo este dispositivo ético sirve en realidad para «blanquear el sistema y los modos de vida» que de él se derivan, que pueden así extender su influencia siendo éticamente pasteurizados. Nuestra ética no sirve, pues, para criticar el sistema ni los modos de vida, sino para acompañarlos en su marcha triunfal. Frenar esa marcha es el mayor reto ético y político de nuestro tiempo.